en general la prensa chilena es extremadamente autoreferente, no sé si es el reflejo de cómo son los chilenos o los chilenos se han convertido en un reflejo de los medios de comunicación, pero el hecho es que más allá de las noticias internacionales importantes y obvias no se sabe casi nada de lo que pasa en el mundo o si se sabe es porque hay un chileno involucrado directa o indirectamente. Por ejemplo, en el fútbol, tema recurrente y más si está ligado a lo farandulero, la información centra el protagonismo no precisamente en el partido o en el equipo sino en algún jugador de este país, por más que no sea titular o lo que es peor, aun cuando no juegue la información lo hará parecer el héroe del partido.
Es por eso que me llama la atención y me parece positivo el que en un día en El Mercurio aparezcan dos reportajes que hacen alusión a algo relativo al Ecuador. Por un lado un reportaje a un médico ecuatoriano en el que se destaca el sentido social de su vocación, además del trabajo esforzado e intensivo que él, al igual que cientos de médicos ecuatorianos a lo largo de Chile, realiza en un servicio médico público y por otro, al Valle de Vilcabamba, ubicado en la Provincia de Loja, la provincia más sureña de la Sierra del Ecuador.
Es por eso que me llama la atención y me parece positivo el que en un día en El Mercurio aparezcan dos reportajes que hacen alusión a algo relativo al Ecuador. Por un lado un reportaje a un médico ecuatoriano en el que se destaca el sentido social de su vocación, además del trabajo esforzado e intensivo que él, al igual que cientos de médicos ecuatorianos a lo largo de Chile, realiza en un servicio médico público y por otro, al Valle de Vilcabamba, ubicado en la Provincia de Loja, la provincia más sureña de la Sierra del Ecuador.
Un médico ecuatoriano en Chile
Edgar Ayala es médico general y atiende hace siete años en un consultorio de La Pintana seis días a la semana y doce horas diarias.
Por Marcela Escobar Q. Fotos Viviana Morales.
La paciente de las 11.40 tiene 88 años y camina con lentitud. Su hija la toma del brazo mientras ambas cruzan la puerta del box 6. La paciente lleva el pelo tomado en un moño y le sonríe amablemente a Edgar Ayala, el médico ecuatoriano que esta mañana de viernes ya ha atendido a más de una decena de enfermos en el consultorio San Rafael de La Pintana. Ayala tiene 40 años y carga con unas ojeras profundas. Prosnilde, la paciente, le dice que se parece a su hijo.
A Prosnilde se le hinchan las piernas y hace años que tiene problemas para escuchar, por eso su hija y el doctor le hablan casi a los gritos. Ayala la examina, le receta un diurético y un antiinflamatorio y le indica que debe realizar diariamente ejercicios para sus extremidades.
–Oiga doctor, esas pastillas amarillas me cortan la orina. Y con las pastillas chicas parece que se me va la mente de mareada –se queja la mujer. A sus años, no logra memorizar el nombre de sus medicamentos, pasa buena parte del día sentada y ha decidido no bañarse, porque teme enfermarse de bronconeumonia. Le ha dicho a su hija que sólo lo hará si un médico la autoriza.
–Doña Prosnilde, ¿me escucha? Quiero que tome baño día por medio –le dice Ayala–. ¿Me entiende?
–Sí, le entiendo. Usted quiere que yo me tome algo…
–Que se bañe, doña Prosnilde, un día sí y un día no.
Prosnilde le habla de la bronconeumonia. Luego le sonríe, le toma las manos y anuncia que, dependiendo de cómo se sienta, lo vendrá a ver otra vez.
–Porque tengo un dolor en la espalda, doctor, ¿no serán los riñones?
Ayala la acompaña hasta el pasillo. Y su queja –matizada por su acento ecuatoriano– es franca: "Doña Prosnilde es una excelente persona, pero no se toma los remedios. Es una pésima paciente".
Hace nueve años que Edgar Ayala llegó a Chile, buscando mejores sueldos. Lo hizo al igual que 40 de sus compañeros de generación de la Universidad Católica de Guayaquil, hoy repartidos por todo Chile. Con algunos de ellos se reúne frecuentemente. Son parte de los 953 doctores ecuatorianos que trabajan en el país, la nacionalidad que más aparece en las cifras de médicos extranjeros que ejercen en la atención primaria de salud. En el consultorio de La Pintana, además de Ayala, atienden otros tres ecuatorianos y dos colombianos. Los chilenos son minoría: apenas tres.
–Los médicos chilenos no duran mucho trabajando acá. Dos o tres meses. Se van a hacer posgrados y cuando terminan, no vuelven. Un cinco por ciento o menos de los que hacen especialidad regresa a la salud pública –dice Ayala, quien trabaja en el consultorio hace siete años, de lunes a viernes, de 8 de la mañana a ocho de la noche. También atiende la mañana del sábado y hace turnos en el servicio de urgencia. Los viernes por la tarde, a partir de las cinco, atiende a sus pacientes particulares en la consulta que mantiene en La Florida. Hoy, al igual que toda la semana, su agenda está copada.
El día comenzó temprano para Ayala y su esposa, Viviana, también ecuatoriana, quien estudia enfermería. El doctor se levantó a las 6.15 de la mañana, tomó desayuno y a las 7.20 salió de su casa en Puente Alto, rumbo al consultorio, en su Suzuki Maruti. Hoy no verá a su mujer hasta las 9 de la noche. Dada su formación de médico general –sin especialización–, atiende tanto a niños como a adultos, hombres y mujeres. Y debe cumplir con las metas impuestas para un servicio de salud público: "Antes de que tuviéramos computador, nuestro rendimiento era de cinco pacientes por hora, a doce minutos por paciente, lo que considero atroz. Actualmente son cuatro por hora, lo que todavía encuentro un poquito atroz. Pero en vista de la cantidad de pacientes, hay que hacerlo así".
Ayala debiera demorar no más de quince minutos por paciente para cumplir con las metas que le exigen, pero en promedio dedica 30 a 40 minutos. Casi siempre termina su jornada después de las ocho de la noche.
Con Elisa, una mujer de 31 años que llega al box 6 acompañada de su hija pequeña, Edgar Ayala demora casi 50 minutos. La mujer consulta por fuertes dolores de cabeza que la trajeron hasta la urgencia del consultorio tres días antes. Ese día le inyectaron un calmante, pero los dolores no han disminuido.
–A veces creo que me voy a volver loca, doctor –masculla Elisa, mientras se agarra la cabeza–. El dolor me toma hasta los nervios.
Ayala le pregunta por las características del dolor: si es punzante, si la cabeza le palpita, si siente que va a estallar. Quiere saber si duele más de mañana o de noche, si le agarra el cuello. Luego le toma la presión –sus resultados son normales–, le examina la vista, los oídos, la boca. Le pide que siga sus instrucciones y realiza un breve examen neurológico. Ayala no encuentra nada anormal. Lo que Elisa tiene se debe al estrés.
–La pregunta es qué te tiene con estrés –inquiere el médico. Elisa se descoloca. Repite que es por su dolor de cabeza. El doctor va más allá: le pregunta cómo ha estado anímicamente. Recién entonces la mujer comienza a desahogarse: hace años que se siente triste, desde que murieron sus padres. Dice que hay días en que no encuentra apoyo, que se siente sola. Que de no ser por su hija, preferiría no vivir. La niña, que ha escuchado todo, comienza a acariciar el pelo de su madre.
–¿Le contaste todo esto a la doctora que te vio hace dos meses?
–No, doctor. Ella no preguntó.
Luego de un nuevo test, Ayala le diagnostica trastorno depresivo y le cuenta que su enfermedad está cubierta por el Auge. Elisa está algo perturbada con tanta información. Le pregunta al médico si es posible que se vuelva loca.
–No –responde Ayala–, pero tienes que saberlo llevar. Nosotros sólo te damos una mano.
Edgar Ayala es el médico extranjero con mayor antigüedad en este consultorio de La Pintana. Gana 1 millón 300 mil pesos al mes, lo que incluye las horas extras y los turnos de urgencia. Como funcionario de la salud pública, tiene grado 13. Nunca rindió el Examen Médico Nacional: el convenio Andrés Bello, vigente entre Chile y Ecuador, le permitió convalidar su título. Sin embargo, los médicos ecuatorianos que en los próximos años quieran trabajar en la salud pública deberán obligatoriamente rendir el examen. Ayala no, porque el requisito no se aplicará en forma retroactiva. Pero sabe que si hoy se sometiera a ese test, le sería muy difícil.
–Tendría que ponerme las pilas y estudiar un montón de cosas. Acá existe mejor educación universitaria. Los médicos recién graduados están bastante bien preparados, aunque obviamente les falta la experiencia.
Ayala tiene una teoría: los resultados deficientes que obtuvieron los extranjeros en la última versión del Examen Médico Nacional se deben no sólo a las diferencias en la preparación universitaria –en Ecuador, confiesa, antiguamente no todas las universidades tenían exámenes que filtraran el ingreso de alumnos–, sino que también a que los chilenos recién egresados tienen los conocimientos frescos.
–Hay cierta razón en los cuestionamientos. Quienes trabajan, igual que yo, no tuvieron cómo prepararse. Por eso los que recién se graduaron tienen más chance de salir mejor. Además, la forma de hacer los tests en Chile es distinta. Nosotros somos al pan, pan y al vino, vino. En Ecuador te preguntan qué estás viendo y uno lo describe. Acá te hacen razonar el por qué. La forma de preguntar es más difícil y allá no estamos acostumbrados. Te demoras, tienes que pensar qué vas a escribir.
Ayala sabe que algunos médicos ecuatorianos han estado en la palestra de la polémica. Su compatriota José Pérez fue suspendido por grabar la operación de una paciente y subirla a YouTube. En 2005, el ecuatoriano Galo Andrade realizó una abdominoplastía a la chilena Jessica Osorio, la que murió luego de esa intervención.
–No sé por qué le dieron la chance de seguir trabajando –cuestiona–. En Ecuador no lo hubieran permitido, ni a un local ni a un extranjero. Lo suyo fue un error muy grave.
El primer paciente que Ayala atendió en Chile reparó al instante en su acento extranjero. Le preguntó de dónde era y le dio la bienvenida. No tuvo mayores cuestionamientos. Desde entonces, dice que unos cinco pacientes han desconfiado de él por su nacionalidad. Y que si bien ahora no siente discriminación de parte de sus colegas chilenos, sí la hubo cuando recién llegó. "Dudaban de nosotros, nos miraban en menos, y el Colegio Médico tenía una campaña durísima, especialmente un doctor de apellido Castro", declara. En el consultorio, Ayala trabaja tranquilo. "Yo creo que mis pacientes me estiman", agrega, "pero acá una vez alguien me dijo doctor, usted no es monedita de oro para que todos lo quieran". En estos años, Ayala ha realizado varios cursos y diplomados para paliar su falta de especialización. "Así", dice, "uno puede defenderse mejor".
La jornada del martes la dedica íntegramente a atender pacientes que pertenecen al Programa Cardiovascular de Atención Primaria. La mayoría tiene hipertensión, colesterol alto o diabetes. Hoy es la primera consulta de Patricio, un hombre de unos 50 años que trabaja como chofer del Transantiago. Al igual que su madre –quien se atendía con el doctor Ayala–, Patricio tiene diabetes.
El médico le realiza el examen de rutina: le toma la presión y le revisa detenidamente los dedos de los pies. Quiere cerciorarse de que no hay heridas ni que Patricio haya perdido la sensibilidad, señal inequívoca de pie diabético.
–¿Usted sabe lo que es el pie diabético? –pregunta Ayala, y luego le explica las complicaciones y los cuidados de la enfermedad.
Patricio le dice que cuando supo que sufría de diabetes, se deprimió.
–Pero después pensé que mi madre vivió 25 años más y se murió de otra cosa.
–Mi papá tuvo diabetes por 30 años –le cuenta Ayala–, y murió a los 90. Pero él se cuidaba. Igual que su madre, don Patricio.
En el consultorio, los funcionarios lo describen como trabajador. Y sus pacientes aprecian el trato que tiene con ellos.
–A veces no somos sabelotodo, eso nos sucede a todos los médicos –dice Ayala–. Es necesario tener confianza para decir mira, eso no lo sé, lo vamos a investigar y llegaremos al fondo de tu problema. Es aceptar las limitaciones. Que uno no es especialista, que tiene que manejar todos los temas a grandes rasgos.
No es la única limitante: a una de sus pacientes del programa cardiovascular que se queja de dolores a sus rodillas, Ayala le dice que no puede abocarse a nada que se salga de lo que contempla el programa, porque no le alcanza el tiempo.
Luego, cuando le toca el turno a Eduviges, una mujer de 60 años que dice que despertó con taquicardia, Ayala le responde que no tiene los elementos para asegurar qué es lo que padece. Eduviges le dice que se marea. Que tiene reflujo. Que transpira. Que en la mañana su cuerpo se remecía de la taquicardia. Ayala revisa su ficha: es una paciente con problemas a la tiroides y colesterol alto. Le toma la presión y la examina.
–Respire con la boca abierta como si estuviera cansada –le dice.
–Yo quería atenderme con usted, doctor. ¿Me puede atender también la próxima vez?
–Eso no depende de mí, depende de cuán copada esté mi agenda –le explica el médico. Luego de examinarla, no encuentra nada que revele la supuesta taquicardia matinal. Pero le pide exámenes a la tiroides y la cita a un nuevo control.
–Mi doña –dice Ayala–, el corazoncito se lo encontré súper bien.
Eduviges se va, conforme. Ayala deberá atender a tres pacientes más antes de hacer la única pausa del día.
Edgar Ayala es médico general y atiende hace siete años en un consultorio de La Pintana seis días a la semana y doce horas diarias.
Por Marcela Escobar Q. Fotos Viviana Morales.
La paciente de las 11.40 tiene 88 años y camina con lentitud. Su hija la toma del brazo mientras ambas cruzan la puerta del box 6. La paciente lleva el pelo tomado en un moño y le sonríe amablemente a Edgar Ayala, el médico ecuatoriano que esta mañana de viernes ya ha atendido a más de una decena de enfermos en el consultorio San Rafael de La Pintana. Ayala tiene 40 años y carga con unas ojeras profundas. Prosnilde, la paciente, le dice que se parece a su hijo.
A Prosnilde se le hinchan las piernas y hace años que tiene problemas para escuchar, por eso su hija y el doctor le hablan casi a los gritos. Ayala la examina, le receta un diurético y un antiinflamatorio y le indica que debe realizar diariamente ejercicios para sus extremidades.
–Oiga doctor, esas pastillas amarillas me cortan la orina. Y con las pastillas chicas parece que se me va la mente de mareada –se queja la mujer. A sus años, no logra memorizar el nombre de sus medicamentos, pasa buena parte del día sentada y ha decidido no bañarse, porque teme enfermarse de bronconeumonia. Le ha dicho a su hija que sólo lo hará si un médico la autoriza.
–Doña Prosnilde, ¿me escucha? Quiero que tome baño día por medio –le dice Ayala–. ¿Me entiende?
–Sí, le entiendo. Usted quiere que yo me tome algo…
–Que se bañe, doña Prosnilde, un día sí y un día no.
Prosnilde le habla de la bronconeumonia. Luego le sonríe, le toma las manos y anuncia que, dependiendo de cómo se sienta, lo vendrá a ver otra vez.
–Porque tengo un dolor en la espalda, doctor, ¿no serán los riñones?
Ayala la acompaña hasta el pasillo. Y su queja –matizada por su acento ecuatoriano– es franca: "Doña Prosnilde es una excelente persona, pero no se toma los remedios. Es una pésima paciente".
Hace nueve años que Edgar Ayala llegó a Chile, buscando mejores sueldos. Lo hizo al igual que 40 de sus compañeros de generación de la Universidad Católica de Guayaquil, hoy repartidos por todo Chile. Con algunos de ellos se reúne frecuentemente. Son parte de los 953 doctores ecuatorianos que trabajan en el país, la nacionalidad que más aparece en las cifras de médicos extranjeros que ejercen en la atención primaria de salud. En el consultorio de La Pintana, además de Ayala, atienden otros tres ecuatorianos y dos colombianos. Los chilenos son minoría: apenas tres.
–Los médicos chilenos no duran mucho trabajando acá. Dos o tres meses. Se van a hacer posgrados y cuando terminan, no vuelven. Un cinco por ciento o menos de los que hacen especialidad regresa a la salud pública –dice Ayala, quien trabaja en el consultorio hace siete años, de lunes a viernes, de 8 de la mañana a ocho de la noche. También atiende la mañana del sábado y hace turnos en el servicio de urgencia. Los viernes por la tarde, a partir de las cinco, atiende a sus pacientes particulares en la consulta que mantiene en La Florida. Hoy, al igual que toda la semana, su agenda está copada.
El día comenzó temprano para Ayala y su esposa, Viviana, también ecuatoriana, quien estudia enfermería. El doctor se levantó a las 6.15 de la mañana, tomó desayuno y a las 7.20 salió de su casa en Puente Alto, rumbo al consultorio, en su Suzuki Maruti. Hoy no verá a su mujer hasta las 9 de la noche. Dada su formación de médico general –sin especialización–, atiende tanto a niños como a adultos, hombres y mujeres. Y debe cumplir con las metas impuestas para un servicio de salud público: "Antes de que tuviéramos computador, nuestro rendimiento era de cinco pacientes por hora, a doce minutos por paciente, lo que considero atroz. Actualmente son cuatro por hora, lo que todavía encuentro un poquito atroz. Pero en vista de la cantidad de pacientes, hay que hacerlo así".
Ayala debiera demorar no más de quince minutos por paciente para cumplir con las metas que le exigen, pero en promedio dedica 30 a 40 minutos. Casi siempre termina su jornada después de las ocho de la noche.
Con Elisa, una mujer de 31 años que llega al box 6 acompañada de su hija pequeña, Edgar Ayala demora casi 50 minutos. La mujer consulta por fuertes dolores de cabeza que la trajeron hasta la urgencia del consultorio tres días antes. Ese día le inyectaron un calmante, pero los dolores no han disminuido.
–A veces creo que me voy a volver loca, doctor –masculla Elisa, mientras se agarra la cabeza–. El dolor me toma hasta los nervios.
Ayala le pregunta por las características del dolor: si es punzante, si la cabeza le palpita, si siente que va a estallar. Quiere saber si duele más de mañana o de noche, si le agarra el cuello. Luego le toma la presión –sus resultados son normales–, le examina la vista, los oídos, la boca. Le pide que siga sus instrucciones y realiza un breve examen neurológico. Ayala no encuentra nada anormal. Lo que Elisa tiene se debe al estrés.
–La pregunta es qué te tiene con estrés –inquiere el médico. Elisa se descoloca. Repite que es por su dolor de cabeza. El doctor va más allá: le pregunta cómo ha estado anímicamente. Recién entonces la mujer comienza a desahogarse: hace años que se siente triste, desde que murieron sus padres. Dice que hay días en que no encuentra apoyo, que se siente sola. Que de no ser por su hija, preferiría no vivir. La niña, que ha escuchado todo, comienza a acariciar el pelo de su madre.
–¿Le contaste todo esto a la doctora que te vio hace dos meses?
–No, doctor. Ella no preguntó.
Luego de un nuevo test, Ayala le diagnostica trastorno depresivo y le cuenta que su enfermedad está cubierta por el Auge. Elisa está algo perturbada con tanta información. Le pregunta al médico si es posible que se vuelva loca.
–No –responde Ayala–, pero tienes que saberlo llevar. Nosotros sólo te damos una mano.
Edgar Ayala es el médico extranjero con mayor antigüedad en este consultorio de La Pintana. Gana 1 millón 300 mil pesos al mes, lo que incluye las horas extras y los turnos de urgencia. Como funcionario de la salud pública, tiene grado 13. Nunca rindió el Examen Médico Nacional: el convenio Andrés Bello, vigente entre Chile y Ecuador, le permitió convalidar su título. Sin embargo, los médicos ecuatorianos que en los próximos años quieran trabajar en la salud pública deberán obligatoriamente rendir el examen. Ayala no, porque el requisito no se aplicará en forma retroactiva. Pero sabe que si hoy se sometiera a ese test, le sería muy difícil.
–Tendría que ponerme las pilas y estudiar un montón de cosas. Acá existe mejor educación universitaria. Los médicos recién graduados están bastante bien preparados, aunque obviamente les falta la experiencia.
Ayala tiene una teoría: los resultados deficientes que obtuvieron los extranjeros en la última versión del Examen Médico Nacional se deben no sólo a las diferencias en la preparación universitaria –en Ecuador, confiesa, antiguamente no todas las universidades tenían exámenes que filtraran el ingreso de alumnos–, sino que también a que los chilenos recién egresados tienen los conocimientos frescos.
–Hay cierta razón en los cuestionamientos. Quienes trabajan, igual que yo, no tuvieron cómo prepararse. Por eso los que recién se graduaron tienen más chance de salir mejor. Además, la forma de hacer los tests en Chile es distinta. Nosotros somos al pan, pan y al vino, vino. En Ecuador te preguntan qué estás viendo y uno lo describe. Acá te hacen razonar el por qué. La forma de preguntar es más difícil y allá no estamos acostumbrados. Te demoras, tienes que pensar qué vas a escribir.
Ayala sabe que algunos médicos ecuatorianos han estado en la palestra de la polémica. Su compatriota José Pérez fue suspendido por grabar la operación de una paciente y subirla a YouTube. En 2005, el ecuatoriano Galo Andrade realizó una abdominoplastía a la chilena Jessica Osorio, la que murió luego de esa intervención.
–No sé por qué le dieron la chance de seguir trabajando –cuestiona–. En Ecuador no lo hubieran permitido, ni a un local ni a un extranjero. Lo suyo fue un error muy grave.
El primer paciente que Ayala atendió en Chile reparó al instante en su acento extranjero. Le preguntó de dónde era y le dio la bienvenida. No tuvo mayores cuestionamientos. Desde entonces, dice que unos cinco pacientes han desconfiado de él por su nacionalidad. Y que si bien ahora no siente discriminación de parte de sus colegas chilenos, sí la hubo cuando recién llegó. "Dudaban de nosotros, nos miraban en menos, y el Colegio Médico tenía una campaña durísima, especialmente un doctor de apellido Castro", declara. En el consultorio, Ayala trabaja tranquilo. "Yo creo que mis pacientes me estiman", agrega, "pero acá una vez alguien me dijo doctor, usted no es monedita de oro para que todos lo quieran". En estos años, Ayala ha realizado varios cursos y diplomados para paliar su falta de especialización. "Así", dice, "uno puede defenderse mejor".
La jornada del martes la dedica íntegramente a atender pacientes que pertenecen al Programa Cardiovascular de Atención Primaria. La mayoría tiene hipertensión, colesterol alto o diabetes. Hoy es la primera consulta de Patricio, un hombre de unos 50 años que trabaja como chofer del Transantiago. Al igual que su madre –quien se atendía con el doctor Ayala–, Patricio tiene diabetes.
El médico le realiza el examen de rutina: le toma la presión y le revisa detenidamente los dedos de los pies. Quiere cerciorarse de que no hay heridas ni que Patricio haya perdido la sensibilidad, señal inequívoca de pie diabético.
–¿Usted sabe lo que es el pie diabético? –pregunta Ayala, y luego le explica las complicaciones y los cuidados de la enfermedad.
Patricio le dice que cuando supo que sufría de diabetes, se deprimió.
–Pero después pensé que mi madre vivió 25 años más y se murió de otra cosa.
–Mi papá tuvo diabetes por 30 años –le cuenta Ayala–, y murió a los 90. Pero él se cuidaba. Igual que su madre, don Patricio.
En el consultorio, los funcionarios lo describen como trabajador. Y sus pacientes aprecian el trato que tiene con ellos.
–A veces no somos sabelotodo, eso nos sucede a todos los médicos –dice Ayala–. Es necesario tener confianza para decir mira, eso no lo sé, lo vamos a investigar y llegaremos al fondo de tu problema. Es aceptar las limitaciones. Que uno no es especialista, que tiene que manejar todos los temas a grandes rasgos.
No es la única limitante: a una de sus pacientes del programa cardiovascular que se queja de dolores a sus rodillas, Ayala le dice que no puede abocarse a nada que se salga de lo que contempla el programa, porque no le alcanza el tiempo.
Luego, cuando le toca el turno a Eduviges, una mujer de 60 años que dice que despertó con taquicardia, Ayala le responde que no tiene los elementos para asegurar qué es lo que padece. Eduviges le dice que se marea. Que tiene reflujo. Que transpira. Que en la mañana su cuerpo se remecía de la taquicardia. Ayala revisa su ficha: es una paciente con problemas a la tiroides y colesterol alto. Le toma la presión y la examina.
–Respire con la boca abierta como si estuviera cansada –le dice.
–Yo quería atenderme con usted, doctor. ¿Me puede atender también la próxima vez?
–Eso no depende de mí, depende de cuán copada esté mi agenda –le explica el médico. Luego de examinarla, no encuentra nada que revele la supuesta taquicardia matinal. Pero le pide exámenes a la tiroides y la cita a un nuevo control.
–Mi doña –dice Ayala–, el corazoncito se lo encontré súper bien.
Eduviges se va, conforme. Ayala deberá atender a tres pacientes más antes de hacer la única pausa del día.
Vilcabamba, donde los longevos no se privan ni de alcohol ni tabaco
Abuelos centenarios:
El secreto de una longevidad que no evita ni el alcohol, ni el cigarrillo, ni las drogas
Viven más de 120 años, rara vez se enferman, no necesitan lentes ópticos y conservan casi toda su dentadura. Son los "viejos de Vilcabamba", que habitan en un pequeño pueblo andino de Ecuador.
DÉBORA GUTIÉRREZ A.
Son un mito viviente. Ellos, los abuelos de Vilcabamba, por solo existir y vivir más de 120 años en envidiables condiciones físicas han despertado el interés de los más variados grupos humanos. Los han estudiado, espiado, acosado e inmortalizado en libros como "Eterna juventud", del escritor y médico argentino Ricardo Coler.
Es que no es fácil aceptar que vivan tanto, tan bien y contradiciendo toda lógica médica. Porque son la contraparte de los famosos japoneses longevos de Ogimi, en Okinawa. Ya que no toman té verde, no practican Tai-Chi para mantenerse "jóvenes" ni menos restringen su comida. Por el contrario, beben alcohol, fuman con descaro, tienen mal humor e incluso consumen una droga llamada chamico o "hierba del diablo", que es tan fuerte como la cocaína, pero mucho más tóxica.
Con ese currículum cualquiera pensaría que su vejez es lamentable. Pero no es así. Bien lo sabe Ricardo Coler, que fue a Vilcabamba a conocerlos y así escribir su último libro: "Ellos no son los alumnos perfectos de la medicina como en Ogimi, muy por el contrario. Pero a diferencia de los centenarios que vi en Japón, que tenían muchas enfermedades, en Vilcabamba los viejos no tienen cáncer, no tiene reuma, ni algún atisbo de problemas cardiovasculares", dice al "El Mercurio" el escritor.
Eterna juventud
Son tan sorprendentes, dice Coler, que "incluso te preguntas en algún momento qué es lo que detiene su envejecimiento" o el secreto de la eterna juventud como versa el nombre de la avenida principal del pueblo. Pero la verdad es que no hay secretos. Ninguna de las misiones científicas que se han desarrollado en el lugar han descubierto por qué en este pueblo andino, ubicado a 1.500 metros sobre el nivel del mar, a los ancianos de más de 100 años no se les caen los dientes, no tienen el pelo blanco y ostentan una vista perfecta a los 120 años de vida.
Han estudiado el agua, su dieta, la tierra, sus plantas y nada. "Tienen un estado físico de verdad insuperable. Para encontrar a Timoteo Arboleda -un anciano que tenía unos 112 años- tuve que subir a más de 2 mil metros donde tenía su cultivo. Yo llegué mal y él no mostraba en ningún momento un gesto de cansancio", recuerda Coler. El anciano trabajará hasta morir. Esto pasa con la mayoría de los longevos del pueblo que no tienen jubilación y mueren de un momento a otro. "No se enferman, se apagan".
Timoteo "se mueve en la montaña como si fuera un instructor de trekking. La camisa gastada y celeste, barba entrecana con bigote oscuro", dice en su libro Ricardo Coler. El centenario le contó que acostumbra tomar puro -una clase de agua ardiente- "sólo por medicina".
Hombres más longevos
Algo similar ocurre con Segundo Guerra, "un tipo de carácter muy agrio y que sólo emite palabras cuando el tema de conversación son las mujeres y el sexo". Él también tenía sus "vicios": café, cigarrillo y chamico, droga que lo deja en un estado eufórico. Y un detalle: hace el amor a diario. De hecho, uno de los mitos que alberga Vilcabamba es la potencia sexual de sus hombres.
Llama la atención que sean ellos los más longevos, contradiciendo una vez más la lógica occidental donde son ellas las que acaparan los cientos de años. Son independientes, consumen lo que cultivan y rara vez van al médico. De alguna manera sus hábitos representan el antagonismo de la buena salud y los cuidados que los médicos con insistencia entregan a la "tercera edad".
Para el doctor Juan Carlos Medina, lo que ocurre en este pueblo ecuatoriano está relacionado con genes longevos condicionados con una invariabilidad ambiental: "Estamos frente a ancianos que no están expuestos al bombardeo constante de contaminantes. El agua, el aire y nuestra comida están modificados en las ciudades modernas. En Vilcabamba no. Por lo tanto, su genética claramente longeva se expresa en armonía con un ambiente poco intervenido".
Pero de acuerdo con el médico argentino es difícil asociar los genes con esa sorprendente longevidad de los viejos de Vilcabamba, porque ocurren cosas que derriban esta teoría: "En este pueblo incluso los perros son longevos y hay muchas historias de personas que han llegado al lugar y se han sanado. En este pueblo hay algo que detiene el envejecimiento".
Isabel Ruiz, cuenta Coler, es una mujer de 75 años que llegó a la zona aquejada de problemas de salud y ahora no sólo esta sana, sino que también luce más joven. Ella, al igual que muchos nuevos propietarios de parcelas, escogió vivir en Vilcabamba. Ahí, donde existen diez veces más centenarios que los que se puede encontrar en cualquier otro sitio del mundo.
Las tierras de la longevidad desatan un interés malsano. Esa fue mi impresión al enterarme de quiénes son los que compran y construyen en los alrededores".
1 comentario:
Muy valiosos los dos artículos, sobre todo por venir de El Mercurio, pero me interesa mucho tu comentario inicial.
Siempre he querido saber si la autoreferencia de los chilenos es producido por los medios o los medios asumieron la condición y la acrecentaron, pero hay una retroalimentación perniciosa y perversa.
Lo que sí te puedo decir es que hasta el 11 de septriembre del 73 no era así. En Chile se sabía todo lo que pasaba en el mundo, se ponía atención y no se fomentaba esa imagen enfermisamente autoreferente.
Eso es parte del lavado de cerebro que hizo la dictadura para imponer una cultura individualista, en que cada uno tiene SUS fondos en las AFP, en que cada uno tiene el programa de salud que pueda pagar, en que cada uno..., etc.; destruir el concepto de solidaridad e imponer el de rascarse con sus propias uñas sin importar el otro.
Pero se llenan la boca con la solidaridad institucionalizada (a través de Don Francisco) con la que limpian su conciencia, porque el resto del año cada uno es más egoista que el otro.
Por si acaso, hablo de un concepto generalizado, no de los 16 millones, pero sí de la mayoría que muestra ese perfil y que se miran el ombligo.
¡Es tan ridículo ver que para la prensa es 'Pellegrini campeón'!, aunque quien salió campeón fue River o san Lorenzo, dirigido por Pellegrini, pero fue el club.
O que mencionan a la Liga no por ser campeón de América sino porque (a veces) juega Navia unos minutos. Es enfermante realmente.
Y además le hacen creer a la gente que todo acá es lo mejor del continente: el estadio más moderno de América Latina, el mall más grande de América Latina, etc., e iban a tener la torre más grande de América Latina, jajaja. Y como la gente es bastante ignorante en general, se cree esas mentiras y las repite en la forma más tonta posible.
Bueno, para qué seguir, podría agregar y agregar datos, mejor lo dejo ahí. Chao, saludos.
Publicar un comentario